Irán me envolvió desde el primer instante. No con estruendos, sino con susurros antiguos, con la elegancia silenciosa de una historia que se respira en cada calle, en cada jardín, en cada mirada.
En Teherán, descubrí un país que mira al futuro sin renunciar a su alma. En el Museo Arqueológico, me sentí pequeño frente a los vestigios de las civilizaciones que dieron forma al mundo. En el Palacio Golestán, todo era detalle y memoria. Y al cruzar el Puente Tabiat, comprendí que este viaje sería diferente: más íntimo, más profundo.
Rumbo a Esfahán, me detuve en Qom y su mausoleo, en Kashan con sus casas tradicionales y su jardín legendario. Pero fue en Esfahán donde el alma se me abrió del todo. Frente a la plaza Naqsh-e Jahan, sentí que la belleza puede ser armonía. Mezquitas de cúpulas turquesas, columnas que parecen brotar de la tierra, bazares donde el tiempo se disuelve entre aromas y alfombras.
En Yazd, el desierto toma la palabra. Las Torres del Silencio y el templo del fuego zoroástrico me hablaron de creencias ancestrales. Caminé por sus callejones de adobe bajo torres de viento que aún susurran historias.
Cada jornada era un poema nuevo. En el camino a Shiraz, la tumba de Ciro el Grande en Pasargada parecía dormir bajo el sol. Y ya en Shiraz, todo era luz, poesía y jardín. En la mezquita Nasir al Mulk, los vitrales convirtieron la mañana en un caleidoscopio. En la tumba de Hafez, entendí que aquí los poetas no mueren: se quedan en la voz de la gente.
Pero nada me preparó para Persépolis. Caminar entre sus columnas milenarias fue como atravesar un sueño. Tocarlas fue sentir la historia vibrar en la yema de los dedos.
Irán es un lugar donde cada piedra guarda un verso… y cada viajero encuentra el suyo.