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Anuket

Kenia: En el alma de la sabana

Kenia fue un latido constante. Un viaje que me enseñó a observar, a esperar… y a dejarme asombrar por la naturaleza en estado puro.

Desde Nairobi, la ciudad vibrante donde todo comienza, partí hacia las laderas del Monte Kenia, rodeado de verdes intensos y ecos de historia colonial. El aire olía a tierra húmeda y a café recién molido. Entre jardines y chimeneas encendidas, parecía que el tiempo transcurría más lento.

Pero fue en Ol Pejeta donde empecé a entender lo que significaba estar en África. Ver jirafas cruzando con elegancia el horizonte, rinocerontes alzando el polvo con su paso pesado y los ojos inteligentes de los chimpancés fue algo que no imaginaba tan cercano, tan real.

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En el Lago Nakuru, el agua se teñía de rosa por los flamencos, y el silencio solo se rompía con el rumor de las alas. En sus orillas, cebras, búfalos y, si tienes suerte, algún leopardo al acecho. Y el Lago Elementaita, más tranquilo, más íntimo, me ofreció una puesta de sol que no se olvida.
Pero entonces llegó el Masai Mara, y con él, la esencia de todo. Las inmensas llanuras, las acacias solitarias, los elefantes en manada, los leones al acecho. Cada safari era distinto, cada mirada del guía nos enseñaba a leer la sabana como un libro abierto. Allí entendí que el verdadero lujo no es ver animales… es sentir que formas parte de ese mundo por unos instantes.

La despedida fue en Nairobi, entre sabores locales y recuerdos que ya no se borrarán.

Kenia me enseñó que la belleza no se anuncia, simplemente aparece. Que hay lugares donde todo es más claro, más intenso, más vivo. Y que, en el corazón de la sabana, uno se encuentra consigo mismo.