Siempre soñé con recorrer esas tierras donde viajaban las caravanas, donde las piedras guardan susurros de mercaderes y poetas. Uzbekistán no era solo un destino; era un viaje al corazón de una historia milenaria.
Samarkanda me recibió como un cuento. Ante el Registán, con sus madrazas de mosaicos infinitos, sentí que el tiempo se detenía. Caminé despacio, dejando que la luz del atardecer tiñera de oro las cúpulas turquesas. Era más que arquitectura; era arte convertido en emoción.
En Bujará, cada rincón parecía tener alma. Recorrí su laberinto de calles, respirando el aroma del pan recién horneado y escuchando el eco de plegarias en la mezquita de Kalon. Allí, bajo la sombra de una morera centenaria, comprendí que Uzbekistán no se visita: se vive.
El desierto me enseñó su silencio. Dormí en una yurta bajo un cielo de estrellas inmensas, donde el crujir de la hoguera y una taza de té compartida con los nómadas me recordaron la belleza de lo simple.
Y Taskent, moderna y vibrante, me sorprendió con su energía. Pasear por sus amplias avenidas, descubrir su mercado de Chorsu lleno de especias y frutas, fue el cierre perfecto de un viaje que mezclaba pasado y presente.
Uzbekistán no es solo un lugar; es una historia que se siente, se respira y se lleva para siempre.